Hace muchos años, en el prólogo del que sería su primer libro publicado [1], Ernesto Sábato reflexionaba: “Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento de hombres, o indaga la naturaleza, o busca a Dios; después se advierte que el fantasma que se perseguía era Uno-mismo”
Sin ánimo de emular el vuelo filosófico de Don Ernesto, pero pensando sí algunos paralelismos entre las búsquedas personales y las empresariales, podemos ver cotidianamente ejemplos de empresas que en pos de optimizar sus resultados comerciales emprenden sofisticadas campañas que no hacen más que devolverlos (en el mejor de los casos) al punto de origen con un aprendizaje: trabajar en la misma dirección que solían tener, eso sí, sistemáticamente.
La venta no depende (exclusivamente) de la habilidad de un vendedor estrella, de las bondades de un producto, de la excelencia de sus demos o de lo fastuosos de los eventos de marketing. El éxito comercial es una construcción dinámica, basada en bloques sólidos (productos, personas, tecnología, prácticas) cuyo ensamble preciso y oportuno define una propuesta de valor única (en más de un sentido) para un entorno de negocios específico. Este proceso de creación y coordinación, al que en premodo llamamos “de preventa”, sustenta logros y actúa como una red inteligente cuya topología muta tanto para generar diferenciales como para amortiguar el impacto negativo que la caída de una de sus partes (como la salida de un vendedor, por ejemplo) puede ocasionar en su operación.
Creo que la cita de Sábato siempre me fascinó por su capacidad para explicarnos, brevemente, la futilidad de algunos pensamientos sofisticados para interpretar realidades más cercanas. Pensar que el fundamento de nuestra operación comercial resida en la acción coordinada de quienes tienen un objetivo común puede ser tan obvio que lo descartemos como una respuesta válida a nuestros cuestionamientos. Les propongo: no nos apuremos, que los fantasmas más duros de conjurar pueden estar más próximos de lo que pensamos.